Han pasado cuatro décadas desde la masacre de Gasteiz, de aquellas luchas
obreras que nos convulsionaron. El PTV (Pueblo Trabajador Vasco) que la
izquierda abertzale puso en la vanguardia de la revolución, adquirió visibilidad
en las movilizaciones. Su organización, su compromiso fue también la del enemigo
de clase al que, 40 años después, me dispongo a recordar.
Uno. La organización obrera surgió de la solidaridad con los trabajadores de
Forjas Alavesas y otras empresas que negociaban su convenio. Una huelga general
paralizaba Gasteiz y varios miles de trabajadores se dieron cita en la parroquia
del barrio de Zaramaga. La Policía Armada, siguiendo instrucciones superiores,
realizó una acción de guerra en tiempo de paz. Lanzó gases lacrimógenos y botes
de humo en el interior de la iglesia y cuando los obreros despavoridos
intentaron ganar el exterior, fueron abatidos como conejos.
Dos. El balance en Gasteiz fue de cinco muertos y más de un centenar de
heridos. Los fallecidos: Romualdo Barroso (19 años), Pedro María Martínez Ocio,
Francisco Aznar (17 años), José Castillo y Bienvenido Pereda. El 8 de marzo en
Basauri y en una manifestación de protesta por los sucesos de Gasteiz, la
policía mataba a Vicente Antón Ferrero, de 18 años. El día 5, en Tarragona y en
una manifestación tras la masacre de la capital alavesa moría, tras caer o ser
arrojado de un tejado cuando le perseguía la policía, el obrero Juan Gabriel
Rodrigo Knafo, de 19 años. El 14 de marzo, en una protesta por las muertes de
Gasteiz frente a la Embajada española de Roma, la policía italiana disparó fuego
real contra los congregados matando a un viandante, Mario Marotta e hiriendo
gravemente a otros dos.
Tres. La respuesta del Estado español fue de reafirmarse en la actuación de
sus policías. Para el gobernador civil de Araba, Rafael Landín, la "represión de
la policía ha sido en algunos momentos insuficiente" lo que corroboraba la nota
oficial del Gobierno de Arias Navarro: "La actuación de las fuerzas del orden ha
estado encaminada a proteger el ejercicio de las libertades individuales". Como
en el golpe de Estado de 1981 con los números de la Guardia Civil, ningún agente
policial, a fin de cuentas los que dispararon y mataron obreros, fue
imputado.
Cuatro. En línea con el apartado anterior de impunidad, los únicos detenidos
fueron aquellos que la Policía señaló como dirigentes obreros, que ingresaron en
la prisión de Carabanchel: Imanol Olaberria, Jesús Fernández Navas, Juanjo
Sebastián y Emilio Alonso. Otros en Langraitz. Las víctimas fueron encarceladas
y los verdugos, compañías acantonadas en Miranda, Valladolid y Gasteiz,
felicitados por haber matado obreros.
Cinco. La amenaza y el interés por amedrentar a los obreros y a los sectores
populares no fue una bravuconada, sino que el Estado la cumplió a rajatabla. En
los dos meses siguientes, los agentes policiales y similares mataron a dos
carlistas en Jurramendi, a Felipe Delgado en un control en Zestoa, a Alberto
Soliño, en el festival de la canción vasca en Eibar, mientras una bomba
abandonada por el Ejército hispano en Urbasa mataba a cinco vecinos de Etxarri
Aranatz. Amenazaron con seguir matando y lo hicieron. Funcionarios del
Estado.
Seis. Los responsables de la masacre tenían nombres y apellidos. El director
de Seguridad del Gobierno español era Víctor Castro Sanmartín, presidente de la
Hermandad de la División Azul (españoles con Hitler en la URSS), protagonista de
las negociaciones con EEUU para las bases militares en España. En 1976, tras los
sucesos, fue destinado al CESID (servicios secretos). Su adjunto era José
Antonio Zarzalejos Altares que recibió como trofeo el Gobierno Civil de Bizkaia,
de donde dimitió tras la legalización de la ikurriña. Zarzalejos Altares, sin
embargo, fue nombrado fiscal general del Tribunal Supremo ya en la época del
PSOE. Fue complaciente con los GAL, haciendo honor a su currículo. Sus hijos
también fueron y son sonoramente montaraces. Uno, José Antonio, director de “El
Correo”, “ABC” y hoy en “El Confidencial”. El otro, Javier, secretario general
de Presidencia en el Gobierno de Aznar y hoy presidente de la Fundación ultra,
FAES.
Siete. Con el poder mediático controlado y los obreros tachados de
delincuentes, terroristas y vándalos, el Estado ató la tercera pata, la
judicial. El TOP (Tribunal de Orden Público, antecedente de la Audiencia
Nacional) se desinhibió de los sucesos en favor de un tribunal militar, cuyo
instructor fue el teniente coronel Cipriano Pérez Trincado, voluntario requeté
en 1936, relator de su particular "cruzada". Trató a las víctimas como entonces,
enemigos. Los hechos fueron sobreseídos. Matar obreros era gratis.
Ocho. Los responsables políticos de la masacre son recordados, en esa
construcción vergonzosa del relato, como pro-hombres de la España moderna. Arias
Navarro era el presidente del Gobierno. El Carnicero de Málaga le habían
apodado, responsable de la ejecución de 4500 republicanos. Hoy tiene nombre de
parques, calles, su familia mantiene un marquesado y grandeza de España. Su
sucesor, el que ocultó la masacre, se llamaba Adolfo Suárez, que se jactaba de
no haber leído jamás un libro, ha sido elevado recientemente a los altares.
Ambos, Arias y Suárez, habían sido nombrados por el Borbón restaurado que tomó
el nombre de Juan Carlos I.
Nueve. Qué decir de Fraga, ministro de Interior entonces: "No se van a
tolerar planteamientos utópicos". "No fue una actuación excesiva, se estaba
jugando mucho". Martín Villa, el ministro de Relaciones Sindicales (los
sindicatos estaban ilegalizados) llegó a suceder a Fraga, y se metió luego
empresario, de la marca España: Sogecable, Endesa, Prisa y hoy consejero del
Sareb, el banco de los morosos. Desde 1964 con chófer oficial.
Diez. Jesús Quintana, el capitán que dirigió la masacre, señaló en la causa
abierta que los obreros muertos estaban bien muertos, porque la Policía actuó en
"defensa propia". No hubo, sin embargo, policía herido por arma de fuego, ni
siquiera por arma blanca. Quintana, a quien Interpol pidió la detención y
extradición, vive en Granada y, como jubilado da extensos paseos, paradoja, por
el parque García Lorca, cerca de su domicilio.
Once. Los empresarios alaveses, que presionaron para que los salarios fueran
congelados, para que el escarmiento a los obreros rebeldes fuera de los que
hacen época y marcaran a toda una generación, no aparecen en las crónicas
históricas. Ellos, que se negaron rotundamente a la negociación, aparecieron
entonces como paladines del acuerdo. Nombraron a un mediador vallisoletano que
llevaba en Gasteiz varios años como juez de instrucción, Juan Bautista Pardo
García. Pardo sería, ya en 1989, el primer presidente del Tribunal Superior de
Justicia del País Vasco.
Doce. En esta construcción de un relato oficial, de una desvergüenza supina,
como esas excusas utilizadas para evitar el título honorífico a Lluís Llach, la
apología del crimen ha sido excluida. Y, nuevamente, las víctimas han sido
relevadas de su categoría. La justicia española y sus aparatos hacen caso omiso
a Interpol. Y la policía autonómica fue capaz de disolver la manifestación de
aniversario del 3 de marzo de 2006, hacer tres detenidos e imputarlos por
"atentado". Por cierto, los ertzainas robaron a los manifestantes la ikurriña
que abría la protesta. La Ertzaintza envió las imputaciones "por enaltecimiento
del terrorismo" a la Audiencia Nacional, que las rechazó. Sería un juzgado
ordinario de Gasteiz el encargado del caso y tres años después absolvió a los
imputados. El responsable de aquel desaguisado, el consejero Javier Balza, tuvo
un recorrido similar al de Martín Villa, pero a lo «euskal style»: Caja Vital,
Uría Menéndez Abogados, Iberdrola… Pago por servicios prestados.
Han pasado 40 años de la masacre del 3 de marzo. Cuatro décadas. En esa
construcción del relato, la víctimas siguen sin recuperar su lugar. Los
verdugos, en cambio, engreídos, vanidosos, refugiados en su eterna
impunidad.
Iñaki Egaña, Historiador
Fuente:
http://www.vientosur.info/spip.php?article11016